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Un soneto de Dionisio Ridruejo: "El burgo de Osma" (página 2)




Enviado por Juan Gonzalez Soto



Partes: 1, 2

 

La decisión primera del poeta es evocar -el
título así lo expresa- al Burgo de Osma, pero
evocar verdaderamente, desde el recuerdo reflexivo y mesurado,
desde el menudo, remansado y complejo movimiento
interior de la memoria.
Así, en el primer cuarteto puede leerse: mi
olvido
[…] baja al tiempo natal
y fluye ahora
. Pero también debe repararse en que el
soneto se abre con una comparación: Como la nieve
fluye y va sonora
. Ese es, exactamente, el modo mediante el
cual la memoria convoca
al poeta. La operación del recuerdo, y su sucesivo
movimiento, avanza como el andar de la nieve que, más
adelante, se hará río en el poema. Pero es del
silencio de donde parte la nieve; y es del olvido de donde
parte el recuerdo: haber sido silencio, así mi
olvido.

El poeta ha ejecutado una valiosa operación
introspectiva. Lo hace, por supuesto, en una dimensión
lírica. Ha sido capaz de delimitar cuál es la
pulsación primera de la memoria, o, cuando menos, el
estadio que precede a la ejecución de la memoria. Si
éste es el engranaje esencial que vibra en el primer
cuarteto, el lector no puede menos que prevenirse. La senda que
marca el poeta
está presidida por la reflexión, aun más,
por la preocupación metafísica.

Así, en el segundo cuarteto, los objetos
convocados por la memoria del poeta no sólo forman parte
de los que pudieron ser reales en su infancia y
miró con ojos ávidos en sus juegos o en
sus correteos por las calles. Los objetos que reúne la
memoria son elementos simbólicos: el hollín, el
chirriar de la rueda con estopa la garlopa. Es innegable que el
poeta nombra oficios gremiales de la antigua Edad Media
-herrero, cordelero, carpintero-, que en la infancia del poeta
-y aun quizá en la actualidad en algunos pueblos-
aún perviven en el diario ajetreo junto a las
calles.

Pero debe reparase en que, junto a esa evidencia, los
elementos nombrados remiten al avance inexorable del tiempo. El
hollín es la caducidad adosada a las paredes, nombra la
destrucción, el fin de la materia y
los objetos. La rueda chirriante en que se desmadeja y se hace
cuerda la estopa evoca a las Parcas (Cloto, Láquesis y
Átropos), las diosas romanas que hilan y deshilan el
destino de los hombres. La garlopa, en fin, rebaja, implacable,
la madera, la
consume, la desbarata, arruina. Con un certero sortilegio llega
el poeta al colofón de los cuartetos: una miel inmortal
de todavía. Esa miel inmortal parece emanar de la
humilde herramienta del carpintero con que desmenuza la madera.
La bellísima imagen en que
virutas y miel se confunden y son una y misma cosa brilla
dorada. La madera que fue relumbra ahora, en el recuerdo,
bruñida y luminosa; es miel.

La palabra que remata los cuartetos
todavía– está cargada de evocaciones
literarias. Es palabra muy querida de Antonio Machado: hoy
es siempre todavía
. También lo es de Luis
Rosales: y todavía después la sintieras igual,
/ igual que / rota y todavía
. Esta palabra nombra la
permanencia, sí, pero también el paso inexorable
del tiempo. En ella se congregan dos polos opuestos, la
decadencia y la persistencia, la consumición y la
permanencia. En ella se halla el fiel, el exacto punto central
de todo el poema. En la palabra todavía se remansa y
afianza el nacimiento y el movimiento de la memoria.
Así, en los tercetos, aparece –obstinado,
pertinaz
– el verbo como nace la operación del
recuerdo y ensambla sus sucesivas o simultáneas acciones, el
verbo 'volver'. La forma verbal 'vuelve' se constituye en
anáfora que se repite en cuatro ocasiones, en cuatro
versos de los tercetos: Vuelve.. Vuelve… Vuelve… Vuelve.
"Vivir es ver volver",
escribió Luis Rosales en el
prólogo a La casa encendida (1949). "Vivir es ver
volver",
había afirmado José Martínez
Ruiz "Azorín" en el artículo "Las nubes"
(Castilla, 1912). Parafraseaba o -quizá mejor-
respondía, a un verso de Ramón
de Campoamor (Vivir es ver pasar). Dionisio Ridruejo retoma,
pues, una frase que nunca ha sido verso -nunca lo fue en las
manos de Azorin ni en las de RosaIes- y que sigue latiendo
oculta "Vivir es ver volver". Si, pero, ¿qué
vuelve?:

Vuelve la yunta de ganar el valle
con su lanza arrastrada y la campana
vuelve a pasar entre la luz y el
puente.

Vuelve el mercado a
empavesar la calle
con soportales. Vuelve todo mañana
el para siempre ayer eternamente.

Alguno de los elementos nombrados por el poeta forman
parte de las escenas callejeras, del ajetreo campesino en
un pueblo. Está la yunta retornando de las labores de
la tierra.
Está el mercadeo de los
campesinos bajo los soportales. Pero quedan aún dos
elementos que también vuelven. En el primer terceto, la
campana. Es un símbolo que contiene el contacto con el
tiempo, el tiempo que consume. Pero el tiempo es también
el elemento capital para
que la acción que expresa el verbo 'volver' se
cumpla verdaderamente. (¿Cómo es posible que los
recuerdos vuelvan sí no habitan en el tiempo y no han
sido conformados por él?) Bellísimo como concepto, y no
es menor la maravilla de los versos que lo construyen: y la
campana / vuelve a pasar entre la luz y el
puente
.

La campana, resuelta en sonido y en
vaivén, pasa -¡nada menos!- entre la luz y el
puente. ¡Cuántos ecos crepitan y se dispersan bajo
esas dos palabras! Pero, en su fusión
más verdadera, en su unión más intima, la
luz y el puente son la corriente de agua que,
viva y sonora, mide también el tiempo. La luz y el
puente son el río que nos lleva, el río que
somos, la vida que se nos va, la vida que vivimos y, a la vez,
perdemos a medida que vivimos. La luz y el puente son la vida y
el tiempo, son el no también el gran río
literario que viene -en el caso de la literatura
escrita en español– desde Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos.

Si en el primer terceto el río es evocado
mediante una formidable y afortunada imagen -la luz y el
puente-, en el segundo terceto es aludido mediante un verbo
redundante en apariencia, aparentemente innecesario, pero en
verdad prodigioso, mana. Pero antes, el río ha
sido incluido en el pronombre 'todo' (como Garcilaso de la Vega
hiciera con la rosa en su espléndido soneto XXIII, "En
tanto que de rosa y azucena"): Vuelve todo, escribe
ahora el poeta. Y, como momento final, como punto culminante:
mana / el para siempre ayer eternamente.

Si la palabra todavía se constituyó en
clave del poema en el exacto centro de sus catorce versos,
aquí aparece esa misma palabra, pero renovada y crecida,
verdaderamente vivida en la memoria. La operación del
recuerdo reside en ese verso final, pleno y seguro, el
para siempre ayer eternamente
. El todavía del
verso 8 es el para siempre ayer eternamente del verso
14.

Calle de los Caldereros

Y somos el río, sí, pero somos
también el río que vamos dejamos atrás, el
río que hemos sido, el para siempre eternamente
río que se nos va. El soneto titulado "El Burgo de Osma"
es un soneto metafísico. El lector quizá esperaba
encontrar un poema en que lo descriptivo pesara sobre lo
conceptual, en que el papel del recuerdo tuviera un tratamiento
tópico, acordado a un título que nombra una
geografía de infancia. Pero los
elementos, los objetos, las anécdotas de las calles en
su trasiego diario e infantil son removidas en la quietud del
presente. El recuerdo no se limita a recuperar un conjunto de
escenas vividas. También involucra a cuanto en el
momento de la operación del recuerdo se es, estando
lejos ya de aquel pasado vivido. Somos recuerdo, dice cl poeta;
y escribe: Vuelve todo y mana / el para siempre ayer
eternamente
. Somos recuerdo, sí, somos recuerdo.
Somos cuanto hemos dejado de ser. Somos cuanto hemos sido.
Somos cuanto el recuerdo nos trae o nos recupera, una vez y
otra, junto a las aguas del obstinado rumor del río que
también somos. Somos cuanto ya se ha ido y
todavía sigue haciéndonos.

 

Juan González Soto

Partes: 1, 2
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